jueves, 27 de mayo de 2010

Juan A Perez Bonalde




Este ilustre poeta venezolano, fue Masón Grado 18°, Demostró cariño por la institución, hizo gran labor cultural dentro las Logias y es citado en las publicaciones masónicas, como un liberal de fuerte sentimiento nacionalista.

Juan Antonio Pérez Bonalde, nació en Caracas en 1846, hijo de Juan Antonio Pérez y Gregoria Bonalde. La violencia política de la época, obligó a la pequeña familia a buscar refugio en Puerto Rico. En esa Isla discurrió la infancia del vate. Tuvo buenos maestros, logrando gran cultura humanística y musical. Aprendió a tocar piano, interpretando a varios de los clásicos más conocidos.

Junto con su familia regresó a Venezuela en plena juventud. Fundó periódicos de oposición en compañía de Nicanor Bolet Peraza. Estaba entonces en el gobierno el General Antonio Guzmán Blanco, quien no obstante su formación masónica, se sintió fastidiado por las críticas de Pérez Bonalde, al cual para silenciarlo lo mandó al destierro.

Pérez Bonalde estuvo exilado en Nueva York. Para ganarse la vida trabajó como agente vendedor de una firma comercial. El destierro enseñó al poeta la importancia de aprender idiomas. No sólo estudió inglés, alemán, francés, italiano y portugués, sino hasta sueco y holandés.

Fue un incansable viajero. Recorrió por casi toda Europa y estuvo inclusive en las selvas del África. Dicen que en una partida de casería en el continente negro, estuvo a punto de ser devorado por un león.

En sus andanzas por los Estados Unidos y Europa, hizo amistad con grandes figuras intelectuales y con prestigiosos dirigentes de la masonería. Fue amigo de Santiago Pérez Triana, Roberto de Narváez y del héroe cubano José Martí.

Pérez Bonalde se casó en los Estados Unidos con una muchacha de singular belleza, en quien tuvo una hija, que fue bautizada con el nombre de Flor, cuya muerte prematura le produjo intenso dolor, escribiendo en su memoria un poema inolvidable.

La nostalgia de Venezuela, le hizo emprender el regreso en 1890. Su vida estuvo llena de penalidades y desengaños. Falleció en La Guaira el 4 de octubre de 1892.

Su obra poemática es vasta y de extraordinaria calidad. "La Vuelta a la Patria", "Flor" y "El Poema del Niágara", son sin duda sus versos más conocidos. Rufino Blanco Fombona, ese excelso escritor masón, fue uno de los apologistas del bardo caraqueño, cuyos restos fueron trasladados al Panteón Nacional el 14 de febrero de 1946.

Para los masones es un motivo de orgullo, el haber contado en sus filas, con un literato de tan elevados quilates, honesto, batallador y con un amor profundo por la libertad.



FRAGMENTO DE '' la vuelta a la patria'' Una de sus obras .


¡Tierra!, grita en la proa el navegante
y confusa y distante,
una línea indecisa
entre brumas y ondas se divisa;
poco a poco del seno
destacándose va del horizonte,
sobre el éter sereno,
la cumbre azul de un monte;
y así como el bajel se va acercando,
va extendiéndose el cerro
y unas formas extrañas va tomando;
formas que he visto cuando
soñaba con la dicha en mi destierro.
Ya la vista columbra
las riberas bordadas de palmares
y una brisa cargada con la esencia
de violetas silvestres y azahares,
en mi memoria alumbra
el recuerdo feliz de mi inocencia,
cuando pobre de años y pesares,
y rico de ilusiones y alegría,
bajo las palmas retozar solía
oyendo el arrullar de las palomas,
bebiendo luz y respirando aromas.
Hay algo en esos rayos brilladores
que juegan por la atmósfera azulada,
que me habla de ternuras y de amores
de una dicha pasada,
y el viento al suspirar entre las cuerdas,
parece que me dice: « ¿no te acuerdas?».
Ese cielo, ese mar, esos cocales,
ese monte que dora
el sol de las regiones tropicales...
¡Luz, luz al fin! Los reconozco ahora:
son ellos, son los mismos de mi infancia,
y esas playas que al sol del mediodía
brillan a la distancia,
¡oh, inefable alegría,
son las riberas de la patria mía!
Ya muerde el fondo de la mar hirviente
del ancla el férreo diente;
ya se acercan los botes desplegando
al aire puro y blando
la enseña tricolor del pueblo mío.
¡A tierra, a tierra, o la emoción me ahoga,
o se adueña de mi alma el desvarío!
Llevado en alas de mi ardiente anhelo,
me lanzo presuroso al barquichuelo
que a las riberas del hogar me invita.
Todo es grata armonía; los suspiros
de la onda de zafir que el remo agita;
de las marinas aves
los caprichosos giros;
y las notas suaves,
y el timbre lisonjero,
y la magia que toma
hasta en labios del tosco marinero,
el dulce son de mi nativo idioma.
¡Volad, volad, veloces,
ondas, aves y voces!
Id a la tierra en donde el alma tengo,
y decidle que vengo
a reposar, cansado caminante,
del hogar a la sombra un solo instante.
Decidle que en mi anhelo, en mi delirio
por llegar a la orilla, el pecho siente
dulcísimo martirio;
decidle, en fin, que mientras estuve ausente,
ni un día, ni un instante hela olvidado,
y llevadle este beso que os confío,
tributo adelantado
que desde el fondo de mi ser le envío.
¡Boga, boga, remero, así llegamos!
¡Oh, emoción hasta ahora no sentida!
¡Ya piso el santo suelo en que probamos
el almíbar primero de la vida!
Tras ese monte azul cuya alta cumbre
lanza reto de orgullo
al zafir de los cielos,
está el pueblo gentil donde, al arrullo
del maternal amor, rasgué los velos
que me ocultaban la primera lumbre.
¡En marcha, en marcha, postillón, agita
el látigo inclemente!
Y a más andar, el carro diligente
por la orilla del mar se precipita.
No hay peña ni ensenada que en mi mente
no venga a despertar una memoria,
ni hay ola que en la arena humedecida
con escriba con espuma alguna historia
de los alegres tiempos de mi vida.
Todo me habla de sueño y cantares,
de paz, de amor y de tranquilos bienes,
y el aura fugitiva de los mares
que viene, leda, a acariciar mis sienes.
me susurra al oído
con misterioso acento: «Bienvenido».
Allá van los humildes pescadores
las redes a tender sobre la arena;
dichosos, que no sienten los dolores
ni la punzante pena
de los que lejos de la patria lloran;
infelices que ignoran
la insondable alegría
de los que tristes del hogar se fueron
y luego, ansiosos, al hogar volvieron.
Son los mismos que un día,
siendo niño, admiraba yo en la playa,
pensando, en mi inocencia,
que era la humana ciencia,
la ciencia de pescar con la atarraya.
Bien os recuerdo, humildes pescadores,
aunque no a mí vosotros, que en la ausencia
los años me han cambiado y los dolores.
Ya ocultándose va tras un recodo
que hace el camino, el mar, hasta que todo
al fin desaparece.
Ya no hay más que montañas y horizontes,
y el pecho se estremece
al respirar, cargado de recuerdos,
el aire puro de los patrios montes.
De los frescos y límpidos raudales
el murmullo apacible;
de mis canoras aves tropicales
el melodioso trino que resbala
por las ondas del éter invisible;
los perfumados hálitos que exhala
el cáliz áureo y blanco
de las humildes flores del barranco;
todo a soñar convida,
y con suave empeño,
se apodera del alma enternecida
la indefinible vaguedad de un sueño.
Y rueda el coche, y detrás de él las horas
deslízanse ligeras
sin yo sentir, que el pensamiento mío
viaja por el país de las quimeras,
y sólo hallan mis ojos sin mirada
los incoloros senos del vacío...
De pronto, al descender de una hondonada,
«¡Caracas, allí está!», dice el auriga,
y súbito el espíritu despierta
ante la dicha cierta
de ver la tierra amiga.
¡Caracas allí está; sus techos rojos,
su blanca torre, sus azules lomas,
y sus bandas de tímidas palomas
hacen nublar de lágrimas mis ojos!
Caracas allí está; vedla tendida
a las faldas del Ávila empinado,
Odalisca rendida
a los pies del Sultán enamorado.
Hay fiesta en el espacio y la campaña,
fiesta de paz y amores:
acarician los vientos la montaña;
del bosque los alados trovadores
su dulce canturía
dejan oír en la alameda umbría;
los menudos insectos de las flores
a los dorados pístilos se abrazan;
besa el aura amorosa el manso Guaire,
y con los rayos de luz se enlazan
los impalpables átomos del aire.
¡Apura, apura, postillón, agita
el látigo inclemente!
¡Al hogar, al hogar, que ya palpita
por él mi corazón... Mas, no, detente!
¡Oh infinita aflicción, oh desgraciado
de mí, que en mi soñar hube olvidado
que ya no tengo hogar...! Para, cochero;
tomemos cada cual nuestro destino;
tú, al lecho lisonjero
donde te aguarda la madre, el ser divino
que es de la vida centro de alegría,
y yo..., yo al cementerio
donde tengo la mía.
¡Oh, insoluble misterio
que trueca el gozo en lágrimas ardientes!
¿En dónde está, Señor, ésa tu santa
infinita bondad, que así consientes
junto a tanto placer, tristeza tanta?
Ya no hay fiesta en los aires; ya no alegra
la luz que el campo dora;
ya no hay sino la negra
pena cruel que el pecho me devora...
¡valor, firmeza, corazón no brotes
todo tu llanto ahora, no lo agotes,
que mucho, mucho que sufrir aún falta:
ya no lejos resalta
de la llanura sobre el verde manto
la ciudad de las tumbas y del llanto;
ya me acerco, ya piso
los callados umbrales de la muerte,
ya la modesta lápida diviso
del angélico ser que el alma llora;
ven, corazón, y vierte
tus lágrimas ahora!

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